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Jaime Sanchez Susarrey
REFORMA

 
 
   
 

4 de julio

El balance se sintetiza en una frase: sin las alianzas el PRI se hubiera llevado el carro completo y en Durango, Veracruz e Hidalgo habría arrasado por un amplio margen

¿Quién ganó? Sin duda el PRI. Se llevó nueve de las 12 gubernaturas que estaban en juego. Pero no sólo eso. Recuperó estados que eran gobernados por Acción Nacional y el PRD. Zacatecas se pintó de verde después de 12 años de administraciones perredistas. Otro tanto ocurrió en Aguascalientes que estaba bajo la férula panista desde 1998 y en Tlaxcala con un gobierno de ese mismo color desde 2004. En Baja California el PRI se llevó las cinco alcaldías y 13 de las 16 diputaciones de mayoría relativa.


Pero también ganaron Jesús Ortega, presidente del PRD, y César Nava, presidente del PAN. Las alianzas fueron un éxito en Sinaloa, Puebla y Oaxaca, donde los candidatos del PRI fueron derrotados. Y obtuvieron resultados cerrados ahí donde parecía más difícil: Durango, Veracruz e Hidalgo. Existe, incluso, la posibilidad de que el recuento de votos revierta el resultado en el primero de ellos.


Obviamente, el otro gran ganador es Felipe Calderón. La decisión de ir en alianza con el PRD se tomó en Los Pinos. Pese a los desmentidos del propio presidente de la República, que culminaron con la renuncia del secretario de Gobernación al PAN, resulta evidente que César Nava no actuó por motu proprio, sino acató línea. El balance se sintetiza en una frase: sin las alianzas el PRI se hubiera llevado el carro completo y en Durango, Veracruz e Hidalgo habría arrasado por un amplio margen.


Los efectos de ese sismo ya se hicieron sentir a diestra y siniestra. Las estrategias y las expectativas de todas las fuerzas políticas sufrirán importantes modificaciones. La primera de ellas es la alianza ya anunciada en el 2011 para el estado de México. No tiene sentido adelantar vísperas. Pero las victorias recientes y el hecho de que en ese estado la suma de votos de Acción Nacional y el PRD supera al PRI complican enormemente el escenario de Enrique Peña Nieto.


Quienes minusvaloran esa dificultad con el argumento de que el voto perredista difícilmente se sumaría a un candidato panista pasan por alto dos hechos fundamentales: uno, la experiencia en las seis entidades donde se forjaron alianzas; otro, el antipriismo que existe entre los votantes de la izquierda, pero también entre un sector importante de los electores flotantes. Es claro que nada está escrito y son muchas las incógnitas por despejar, pero es indudable que la elección en el estado de México no será un paseo dominguero para Peña Nieto.


Del lado de la izquierda los principales beneficiarios son la corriente de Jesús Ortega y, por supuesto, el jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Hasta el pasado domingo, López Obrador tenía pavimentada la avenida para convertirse en el candidato del PRD. Su cálculo era simple: hacia el 2012 llegaría como el hombre mejor posicionado y Ebrard quedaría en el camino.


Pero si eso no ocurriese, el ultimátum implícito era contundente: el rayito de esperanza iría de cualquier manera por el Partido del Trabajo, por Convergencia o por ambos. A los perredistas no les dejaba, por lo tanto, más que una disyuntiva: o sumarse a su candidatura o ir con su propio abanderado a una derrota segura. Fiel a su trayectoria y ADN, López fue contundente como siempre: "Yo o el diluvio".


Y en efecto, los tenía contra las cuerdas. Pero eso fue hasta que las victorias aliancistas cambiaron todas las coordenadas. Primero, porque López Obrador condenó tajantemente las coaliciones y él es uno de los principales derrotados. Segundo, porque se fortaleció la tendencia de Jesús Ortega. Tercero, porque incrementa la probabilidad de que las corrientes moderadas corran al PRD hacia el centro. Y cuarto, porque en el horizonte del 2012 no se puede descartar una alianza PAN-PRD para contender por la Presidencia de la República.


Ante semejante panorama, el abanico de posibilidades se abre. Pero sobre todo, López Obrador aparece ya no como el candidato de unidad, sino como el principal obstáculo para avanzar en una coalición más amplia. En un juego de suma cero, quien se fortalece automáticamente es Marcelo Ebrard porque apostó por las alianzas. Y porque en el contexto de la reedición de las mismas en el 2011 y, eventualmente en el 2012, jugará un papel central.


De López Obrador se pueden decir muchas cosas, y todas ellas son ciertas, es tozudo, limitado, mesiánico y autoritario. Pero nadie puede negar que tiene un gran olfato y la política a flor de piel. Por eso, ante la derrota y el cambio en la correlación de fuerzas, respondió con una ofensiva inmediata y fulminante. Rompió el pacto con Ebrard y el resto de los perredistas y adelantó los tiempos: su postulación a la Presidencia de la República ya es un hecho. El ultimátum implícito se volvió terminante.


El desenlace de ese enfrentamiento, ahora abierto, es de pronóstico reservado. Sin embargo y por lo pronto, los hados no le son favorables al rayito de esperanza -a menos, por supuesto, que el pulpo Paul diga otra cosa.


Una incógnita adicional es cuál será el efecto del 4 de julio en el interior del PRI. El futuro de Peña Nieto se ve, como advertí arriba, más complicado. Pero la mayor competencia e incertidumbre en la elección presidencial obligará a los priistas a postular al candidato más popular y competitivo.


Es evidente que conforme pase el tiempo la sombra del 2006 se volverá cada vez más ominosa. Nada está resuelto para el 2012. Un candidato con mala imagen y que despierte un fuerte rechazo entre la población sería la peor de las opciones para el PRI. Baste recordar que en 2005 los priistas parecían encaminarse a Los Pinos a tambor batiente y terminaron como la tercera fuerza en el 2006.